A cien años del «Ulises»


«Ulises», el libro que hizo cruciales y perennes diecinueve horas de unos seres humanos tan comunes y corrientes como usted y yo, se publicó por primera vez hace cien años en París, no en la Dublín donde transcurren esas horas del Día del Ser de la Calle, el 16 de junio de 1904, encarnándose en la novela con el nombre y espíritu de un tal Leopold Bloom.

TEXTOS. Enrique Butti.

Hay seguramente variadas formas de acercarse a Joyce. Algunas pueden ser fatales, comenzar con el «Finnegans Wake» por ejemplo. Por el contrario, el riesgo de empezar por los cuentos de «Dublineses» puede resultan tan conmovedor, que enfrentar las dificultades de «Retrato del artista adolescente» o del «Ulises» arrastre siempre la nostalgia de la entrañable galería de netos personajes y fuertes situaciones de los relatos.

Una buena alternativa es conocer la infancia y primera juventud de Joyce a través de las memorias de su hermano. Stanislaus, tres años menor que James, cuenta en «Mi hermano James Joyce» los primeros veintidós años de su díscolo y brillante hermano en la Irlanda oprimida, nacionalista y católica. El título en castellano (que acaba de reeditarse con prefacio de T.S. Eliot e introducción de Richard Ellman) no conserva el original «My Brother’s Keeper», que alude a la respuesta de Caín a Dios, tras el asesinato de su hermano. Dios le pregunta: «¿Dónde está tu hermano Abel?» y Caín responde: «No lo sé. ¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano?».

El inquietante título en inglés contrasta con la apertura del libro, quizás el primer recuerdo que tiene Stanislaus: una representación familiar de la historia de Adán y Eva. Stanislaus es Adán; una de las hermanitas (los padres tuvieron diez hijos), Eva. Pero «Jim» se ha reservado el personaje del demonio, contorsionándose por el piso con una larga cola hecha probablemente con una toalla o una sábana enrollada. La discrepancia (¿Quién hace de Caín? ¿Hay un Caín? ¿Hay un bueno y un malo? ¿Hay uno que influye y tienta?) es en gran parte el tema de estas apasionantes memorias.

Un integrante de una reciente lectura grupal del «Ulises» demostró que gran parte de la novela resulta impenetrable para quien no cuente con un nutrido bagaje de la cultura católica. Las memorias de Stanislaus ahondan en este sentido, relatando las crisis religiosas que él y su hermano viven en aquella Irlanda, en su familia y en la educación que reciben. Stanislaus será desde la infancia más firmemente crítico, y nunca dejará de ser indiferente al credo; «Jim», en cambio, vivirá profundos trances espirituales (como él mismo relata en «Retrato del artista adolescente») que se resolverán finalmente en las blasfemas bromas desopilantes que poblarán sus libros de la madurez.

Eran muy distintos los dos hermanos, y la relación que adivinamos a través de las páginas francas y confesionales de Stanislaus dejan advertir dolor y tensión y rencor; sin embargo, cuando James decide dejar Irlanda, Stanislaus lo seguirá a Trieste, en un desarraigo aún más feroz que el de su hermano, ya que nunca regresará a Irlanda. Además, como anticipa Ellman en el prólogo, Stanislaus asistirá artística, moral y económicamente a su hermano durante muchos años. Supo medir y admirar el genio de su hermano, pero también oponerse contra sus desvaríos y desatinos. Leyendo «Mi hermano James Joyce» conocemos mejor a James, pero sobre todo descubrimos a otro gran escritor irlandés.

Stanislaus murió en 1955, el Día de Bloom, exactamente cincuenta y un años después de que su hermano fijara en ese día la vida de un puñado de seres humanos efímeros y de una ciudad cambiante, para que vivieran suspendidos en la eternidad.

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