La autora recorre con nostalgia sus primeras lecturas, el origen de un afecto por los libros que no conoce de géneros ni formatos.
Textos: Alejandrina Argüelles.
Mi primer gran amor fue Sandokán. El verdadero, el arrojado de mirada intensa y casi parecido a Dharma. Un amor con todo, o casi todo, y como tal llegó el final. Sí, cuando ya no quedaban más libros con sus hazañas transité unos breves días de ensoñación y mentira (él se acordaba de mi pero no podía salir de Mompracem y llegar al Cono Sur para ponerse un traje, ir a misa y casarse conmigo), luego desilusión y deambular en el mundo real (digamos que era el real) de ir al colegio, cambiar el pañuelo a lo pirata por el uniforme formal y asfixiante y todo lo demás.
Eso duró hasta que llegaron otras pasiones, en el sentido amplio de la palabra, y entonces fui defensora de los negros en La Cabaña del Tío Tom, lugar de difícil acceso ya que en mis tierras no había ni hay hasta ahora “afroamericanos” como hay que decirles a los negros. Odié y amé al capitán Ahab, odié su persecución ballenera -algo de mi parte políticamente correcto aunque yo no lo sabía- y amé su tenacidad, su empuje que percibía como algo fantástico sin saber qué era lo que en verdad él perseguía. Ni qué decir lo apasionante que me resultó aquella escena en que Tom Sawyer y Huck Finn espían sus propios funerales, soñaba con protagonizarla algún día.
Me rodeé de amigos que me proporcionó la cándida Louise M. Alcott con los Ocho Primos, no así con las Mujercitas, demasiado modositas (para eso ya estaba mi propia existencia) aunque Jo me provocaba adhesión por ser la escritora. Defendí a Oliver Twist, develé al Príncipe y al Mendigo la verdad de sus situaciones.
Los autores españoles, en aquella etapa de mi vida no me atraían tanto porque los “para niños” eran muy moralmente correctos, y los importantes, todavía muy difíciles de entender en aquella edad, aunque igual los leía porque me los daba mi padre. Me gustó mucho más Madame Bovary, que leí a escondidas, pero que comprendí muchos años después.
Y así fui creciendo, por suerte rodeada de libros: era un regalo frecuente de cumpleaños o Navidad, y en el almuerzo siempre se hablaba de lo que cada uno estaba leyendo. Ellos, los libros, me hacían alejarme de algunas tristezas y malos tratos del destino, para sumergirme en otras tristezas, alegrías y pensamientos. Ya no me fui enamorando (creo que seguí fiel a Sandokán, aunque algunos como el conde Vronsky me dieron vuelta el corazón) pero con cada libro sí volvía, vuelvo y ojalá por siempre, a meterme tan dentro de la historia que realmente la vivía. Regresaba de la universidad, del trabajo o lo que fuere y zas, me metía en la historia de turno, muchas veces me llegaba la madrugada metida en esos mundos que iban del humor a la tragedia. Que escribir con humor se me ocurre que es más difícil que acudir al dolor.
Eso cuando eran ficciones, pero el libro, los libros son también los de estudio, los ensayos que enseñan a pensar desde otro punto de vista. Son necesarios aunque rígidos. Tan necesarios como la ficción, la buena, esa que antes de los acontecimientos reales los vislumbra, la que antes de Freud se adentró en conflictos del alma humana, la que también enseña a pensar.
Y la poesía. Releo a muchos de los que tocaron alguna cuerda íntima de mi, a veces desconocida, y oficiaron de revelaciones mágicas. No quiero caer en la pedantería de nombrar una larga lista de autores, sólo recordar que soy de la patria de Borges, el ineludible, y lloro de emoción y admiración con Quevedo. Por eso ya casi no leo poesía nueva.
Llegamos a la época del e-reader. Lo amo. Estoy de acuerdo que es irreemplazable el libro de papel, el que se puede marcar, subrayar, doblar. Pero viajar con una biblioteca metida en un pequeño prisma electrónico, no tiene precio. Y si la vista ya te está fallando, el audiolibro es fantástico. Ninguno de ellos deja de ser libro, con lo principal que tiene para serlo: autor, texto, historia vertida en palabras, palabras viejas con nuevo sentido, trasmiten la misma emoción, el mismo humor, las mismas ideas.
Un amigo cuestionador me decía que conservar tantos libros como los que hay en mi casa (los míos, los de mi padre, de mi madre, de diversas herencias, en fin) era una vanidad burguesa para mostrarse como una intelectual, tener patente de culta. Lo pensé y no es así. Rotundamente no. Ellos son seres que forman parte de mi vida. Tal vez no pueda recordar en detalle algún personaje, tal escena, tal idea, pero sin duda están metidos en mi cerebro dando vueltas por ahí, llenando huecos entre neuronas, compactando una forma de ser. Son el rastro visible de parte de mi vida. A muchos los releo, a otros los abro para buscar un pensamiento o frase que quiero recordar, algunos reciben una caricia al pasar o un réquiem ante su ausencia en manos extrañas, varios han pasado por los ojos de seres queridos, tienen sus nombres y sus anotaciones, reconozco esos rasgos, vislumbro sus preferencias: tenerlos es para mí más evocativo que una foto en vistoso marco.
Y en algún estante está también Sandokán. ¿Se acordará de mi?