En «Mujeres viajeras», Luisa Borovsky introduce y compila algunas miradas de pioneras que, entre 1864 y 1920, produjeron una interesante literatura relatando sus viajes, con la Argentina como punto de partida o lugar de destino.
Por Enrique Butti.
Nuestra primera gran escritora, la primera gran escritora que escribió sobre Santa Fe, era una viajera. La importancia de Lina Beck Bernard fue ratificada (y acrecentada) con la repercusión que mereció la «Trilogía narrativa y ensayos», publicada completa por primera vez en la Argentina (vergonzosamente recién) el año pasado, gracias a la edición que Adriana Crolla preparó para Ediciones UNL. Una trilogía y ensayos que avalan la consideración que merecía su «Le Rio Parana. Cinq années de séjour dans la République Argentine», de 1864, y que en versión de José Luis Busaniche se publicó en 1935, con algunos recortes que serían subsanados en la edición completa que publicó la Universidad de Entre Ríos en 2013.
Ser viajera en el siglo XIX o a inicios del XX era una experiencia inédita que algunas mujeres supieron registrar, ya no como los exploradores que llegaron hasta los confines más perdidos del planeta para contarnos sus visiones, sino como un descubrimiento del mundo social, a menudo del mundo social más avanzado de la época. Recorridos que eran, a la vez, una conquista de la propia condición femenina. Como decía Emerson, en definitiva lo que importa no es seguir el camino, sino dirigirse donde no haya senderos y dejar una huella.
En «Mujeres viajeras», Luisa Borovsky introduce y compila algunas miradas de pioneras que, entre 1864 y 1920, produjeron una interesante literatura relatando sus viajes, con la Argentina como punto de partida o lugar de destino.
En primer lugar figura Eduarda Mansilla, hija de la hermana menor de Juan Manuel de Rosas y de Lucio N. Mansilla, héroe de la Independencia, y hermana del militar y gran escritor Lucio V. Mansilla. A sus novelas y cuentos, Eduarda sumó unos «Recuerdos de viaje», que empezó a publicar en 1880, donde relata su llegada desde Europa a los Estados Unidos.

Eduarda retrata la «libertad individual» que la mujer estadounidense practica «como ninguna otra en el mundo», y resultan interesantes (y vigentes) sus extensas apreciaciones sobre el amor y la fidelidad que en «Yankeeland» se profesa hacia la Constitución. «Van, vienen, se suceden, se transforman las Presidencias, en ese país, que como un médano movedizo, cambia sin cesar la fisonomía de sus administraciones; pero la Constitución se mantiene siempre en alto, superior a todas las humanas flaquezas, a la fluctuación de las pasiones… He ahí el verdadero palladium de la gran nación: la fe en sus instituciones, que son para ellos la última palabra de la perfección política». Y contrapone esto a los franceses, que ante el primer apuro político, lo primero que se les ocurre es modificar, cambiar, hacer otra Constitución, y se augura que «ojalá los argentinos tengan siempre presente tales peculiaridad que constituyen toda la fisonomía política de esos dos países».
De Lina Beck Bernard se transcriben algunos capítulos de su «El Río Paraná», en los que cuenta sobre los numerosos animales que la sorprenden en la provincia de Santa Fe y que ella va alojando en el patio de su casa santafesina como en un arca de Noé. O sobre la salud de los lugareños de la ciudad («nos referimos a los pobres», aclara), depositada en los curanderos, y el recelo que despiertan las nuevas propuestas sanitarias: «Caramba, ¿cómo podemos creer que este pequeño rasguño nos preservará de la viruela? ¿Nos toman por zonzos?», cuenta que dicen los criollos cuando buscan vacunarlos. O sobre los huevos vaciados y rellenados con agua perfumada para los bombardeos durante los juegos con agua en Carnaval. O sobre la pena de muerte impuesta a un baqueano que asesinara a un extranjero que debía guiar de Santa Fe a Entre Ríos para comprar ganado; el asesino confesó otros dos crímenes y se jactó ante el juez («Me pregunta usted, señor, cómo pude ser capaz de tales acciones. Pues porque sé cómo matar. Yo sé matar»), antes de ser fusilado en la plaza. O sobre las consecuencias sociales, económicas y urbanas que se vivieron en Santa Fe cuando la Independencia Nacional abolió la esclavitud y la gente de color abandonó en masa las casas y los campos (los más alejados de inmediato saqueados por los indios), con casos conmovedores de muestras de fidelidad y afecto, de ex esclavos ancianos y enfermos que quedaron al cuidado de sus ex amos, o de aquéllos que al tiempo regresaron arrepentidos.
Después se transcriben las memorias de Juana Manso sobre su viaje a Estados Unidos y Cuba. Opositora, como su familia, a Rosas, Juana se había visto obligada a abandonar la Argentina en 1836. Sin dejar de advertir que los estadounidenses «han contraído la habitud de hacer bien todas las cosas», Juana Manso no deja de notar que parecen carecer del «sentimiento de lo bello y la justa proporción». A diferencia del deslumbramiento que el país del Norte provoca en su amigo Sarmiento, Juana advierte el obsesivo «aguijón de la codicia» de ese americano que «nada ama fuera del dinero».

Siguen fragmentos del texto que la inglesa Florence Dixie publica en 1880 sobre su travesía por la Patagonia. Había llegado a Sudamérica en 1878, apenas con veinte años, después del nacimiento de su segundo hijo, acompañada por su esposo, dos hermanos y un amigo de la familia.
Está también el singular testimonio de la sufragista y artista plástica estadounidense Katherine Dreier. Llega a la Argentina hacia 1918, visita a Duchamp que estaba en el país, y cinco meses le bastarán para radiografiar la situación de la mujer argentina. Ya al llegar la sorprende que en los más famosos hoteles de la capital no dejen alojar a mujeres solas, «sin la compañía de sus esposos o presuntos esposos». Juzga que el clima y las diferencias colonizadoras en el Norte y el Sur de América sean las razones de que aquí prevalezcan la indolencia, la sujeción femenina y el egoísmo. La sorprende la cantidad de niños abandonados por sus padres.
Dreier manifiesta un alto espíritu misionero en su feminismo, y cuenta su singular origen. Estaba en Roma con una amiga; en vísperas del Año Nuevo de 1902 decidió asistir al servicio religioso en una pequeña iglesia, donde se acostumbraba entregar a cada asistente la estampa de un santo, quien se constituiría en el protector de esa persona durante todo el nuevo año. «De rodillas en el altar, cada asistente recibió la bendición del cura y la estampa. Fue uno de esos raros y serenos momentos de la vida. La gravedad del sacerdote. La placidez de la fe que permeaba la atmósfera. Todo contribuía a perfeccionar el goce estético del momento». La estampita que le tocó a ella fue la de santa Rosa de Lima. Katherine quería viajar y estaba atraída por muchos países que le ofrecían motivos a sus intereses artísticos y filosóficos, pero jamás había pensado en esta parte del mundo. Sin embargo esa estampita, que siempre perdía y siempre volvía a encontrar en los lugares más imprevistos, terminó decidiéndola. Su primer escala resultó ser casualmente El Callao, y Lima la primera ciudad que visitó en Sudamérica.
El volumen se completa con la presentación y los escritos de Ada Elflein, hija de inmigrantes alemanes, maestra feminista que recorre y escribe sobre los «Paisajes cordilleranos» (1917), y de Juana Rouco Buela, anarquista nacida en España, en 1889, que a los once años llega con su madre a la Argentina y que antes de cumplir los veinte es deportada por sus actividades políticas a su tierra natal, donde comienza un periplo de viajes y luchas por Francia, Italia, Uruguay y Brasil, antes de regresar a la Argentina, formar familia y establecerse en Necochea, empeñada hasta el final en «esclarecer la mentalidad de hombres y de pueblos», como escribió en 1964, cinco años antes de morir.