Diciembre de “no balance”


Por Lucila Cordoneda

Vamos abriendo las puertas a diciembre, cerrando las del 2019.


Inevitable caer en el remanido y temido balance.


Es, aparentemente, el tiempo de hacerlo.


Ese tiempo tan arbitrario como ajeno y propio, tan “por fuera” de nosotros como constitutivo de nuestra misma carne. Ese tiempo extraño y compañero, palpable y efímero.


Contradictorio en lo absoluto y por tanto cuestionable.


Llega diciembre y la idea de volver a recorrer minuciosamente lo hecho nos asalta inexorable.


Revisar, evaluar, considerar logros y supuestos fracasos nos embarca en una aventura en la que el naufragio suele ser el destino más próximo y seguro.


Lo hecho, lo logrado y aprendido sucumbe, desdibujándose hasta desaparecer, bajo las garras despiadadas de la desilusión, de lo que no logramos resolver o de aquello que ni siquiera intentamos.


Pasan al debe proyectos malogrados y toda clase de infortunios transitados durante el año que nos deja.


Y casi inmediatamente un haber a estrenar se despliega en nuestra cabecita con detalle exhaustivo de lo que seguramente lograremos en el año venidero.


¿Pensamiento mágico, esperanza ingenua, necesidad de subsistencia? ¿Quién puede saberlo?


Lo cierto es que ahí estamos, embarcadas en una carrera en la que las posibilidades de victoria parecen remotas.


Ahí estamos, sin darnos cuenta, haciendo uso y abuso de una arbitrariedad extrema… el calendario.


Como si la vida pudiera sujetarse y definirse en días y meses…
No, lamento decirte querida Mal Aprendida que no es así, que lo que sucede, sucede, y no siempre conviene, pero sucede igual, más allá de la fecha que marca el almanaque.


Que, por más esfuerzo que pongamos, por más buena energía que irradiemos o intentemos atraer, hay circunstancias que se dan de un modo que no solo no hubiéramos elegido jamás, sino que ni siquiera imaginamos que pudiera existir.


Dolores, sinsabores, fallidos miles se suceden sin que podamos a veces darnos cuenta cómo o en qué endemoniado instante sucedieron.
Y, cuando por fin logramos sacudirnos el polvo y comenzamos a salturrear por el valle de la fortuna, algún que otro diablillo vuelve a meter la cola.


Más, menos, idas y vueltas, entre tanto barullo llega diciembre. Y ahí estamos, exigidas a evaluar, a poner sobre los imparciales platillos de la báscula nuestro año.


¿Sabés qué? “Mañana también es día”, decía mi abuela. Y un número, o dos, que cambien en el almanaque, no mueven la aguja, no alteran ni el tiempo real ni el de tu “adentro”.


Algo opera en una, lo sé.


Voy condenada al fracaso si te propongo que hagas caso omiso a los fuegos y luces de la Noche Vieja. Pero si intentamos pensarlo solo como un mojón más, como un parate en el viaje. Algo así como cuando llegás a la sombra después de haber corrido por la arena caliente o como cuando lográs un asiento en algún lugar abarrotado de personas.


¿Se siente lindo no? Es una clara sensación de calma y cierta acomodación.


Son como pequeños goces, ratitos de alegría, tan sencilla como efímera, pero que, sin embargo, saben a disfrute después de algo que nos molestaba.


¿Qué tendrá que ver esto con el Año Nuevo?, dirás. Con el tan temido e inevitable balance. Pues sí, tiene que ver, porque el fin de año no es más que eso, un momento más, un ratito, un pasaje chiquito, un instante de chisporroteo y lucecitas, a la cola de todo lo vivido.


Tratemos de transitarlo de ese modo, saboreando, entre turrón y turrón el dulzor de lo logrado (o Mantecol, perdón pero juego en ese equipo a morir). Y con la copa levantada hagámosle un guiño a lo que aún no llegó y creemos merecer, pero no nos castiguemos por la valentía que no tuvimos, por la voluntad que nunca apareció o por el tiempo que no dedicamos.


¡Vamos, juguémonos por el “a tiempo”, pocas veces es demasiado tarde o demasiado pronto!


¡Vamos! Que mañana también es día, y pasado y pasado y nos requiere atentas y oportunas con la mirada pa’lante, porque como dicen por ahí, pa’tras ya dolió bastante.

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