Por Miguel Ángel Gavilán.
Beatriz Guido nació en Rosario en 1922 en el seno de una familia acomodada. Ángel Guido, su padre, el arquitecto que proyectó el Monumento a la Bandera y llegó a ser rector de la Universidad Nacional del Litoral, inculcó en Beatriz el gusto por el arte y por la creación literaria.
En 1951 la escritora comienza su relación con el cineasta Leopoldo Torre Nilsson, la que duraría hasta la muerte de este último. Ambos formaron una dupla inseparable en el cine argentino que hasta el momento no volvió a repetirse. En 1954 gana el Premio Emecé con la novela «La casa del ángel». A partir de ahí la carrera literaria de Guido se dispara y durante los ’60 y ’70 goza de un apabullante éxito de ventas.
Algunas de las críticas que alimentaron su olvido: se dijo que Guido tenía buenas historias pero que las contaba mejor «Batsy»; que el éxito de sus novelas se debía a que en ellas mechaba un furioso antiperonismo con detalles increíbles de una infancia burguesa a la que añoraba; que sus textos, corregidos y hasta reescritos por su marido y por otros allegados al matrimonio, envejecieron hasta morir.
Resalto una pauta interesante para fomentar su relectura: analizó en detalle a una aristocracia nacional que se deshacía en manotazos de ahogado por seguir vigente ante los cambios políticos de la época. El plan estético de Guido consistía en capturar el entorno que se desmoronaba, exaltando lo menor y callando lo ineludible. La violación de Ana Castro en «La casa del ángel», un hecho mucho más atroz que la batida a duelo de Pablo Aguirre, su abusador, no sólo es el desenlace anunciado por ese adoctrinamiento sexual, lleno de amenazas y visiones infernales que describe la nodriza, sino que es el traumático hecho que vuelve mujer a la víctima, marcando el fin de la infancia y el comienzo de la madurez. Contrariamente la batida a duelo de Aguirre, eje funcional de la historia, al concretarse, arrastra a su protagonista al olvido.
Esta manera de la denuncia, que hoy vemos ciertamente increíble, podría responder a la situación de la autora frente a una clase y a una época, donde ser «cabecita» venido del interior resultaba ciertamente peligroso para ingresar en la elite porteña de turno. Guido espía porque puede espiar. Como no puede cambiar lo aberrante de su entorno ni asumir actitudes proselitistas porque ello implicaría quedar fuera del mundo al que aspira llegar, resuelve, a través del retrato, los gestos repulsivos y pintorescos del sector social al que, sin mediar dudas, se adscribe. Así, una masculinidad abusiva, rayana en lo esperpéntico, es contracara de una femineidad que se desarrolla, al principio, entre lo mojigato y lo infantil, después, entre la sumisión y la beatería. A su manera fue una escritora valiente.
Recomiendo leer sus dos grandes novelas «Fin de fiesta» y «La caída», pero, sobre todo, esa nouvelle «La mano en la trampa» donde también hay una niña que devela y una mujer que se oculta para siempre.