Dos Lectores


Textos. Miguel Ángel Gavilán.

Recuerdo una noche de los ’90. El bar se llamaba Sachmo y estaba en Junín entre San Martín y San Gerónimo. Yo consumía todo el cine posible, vicio que aún conservo. Por ese tiempo vi una película sobre un escritor americano, viejo y reprimido, que vivía en un edificio en Roma al que se muda una mujer con su amante joven. No recordaba ni el título del film ni el nombre de su director, pero saqué el tema y armé como pude la historia. El hombre que estaba sentado a mi lado me interrumpió: «Esa película se llama ‘Grupo de familia’ y el director es Luchino Visconti». Después hizo un par de comentarios acertados sobre el trabajo de dirección de actores. Lo admiré y respeté desde ese momento. Era Horacio Rossi.

Nació el 4 de octubre de 1953 en Santa Fe, la ciudad que amó y caminó hasta la fatiga, sonriente, despreocupado, inventando palabras, hilvanando frases, regalando versos. Publicó tres libros de poemas: «Del aire Hallado» (1988), «La Pluma de Pólen» (1999) y «¿Ah! Mor…» (2003), y una novela «Lambrusco» (2006), resumen estético de su legado. Gran parte de su obra está reunida en antologías y mucha también dispersa entre la gente que se le acercaba y con los que sellaba amistad regalándole un poema. La enorme generosidad de Horacio se revela también en los grupos literarios que fundó o en los que participó y que todavía existen. Por citar algunos: «Tupambae» (1974), «Mainumbi» (1984), «Luzazul», «El Arca».

Cuando hablamos de Rossi tenemos que recuperar el concepto de «juglaría» en lo que concierne a la figura del poeta que regala sus versos, ya sea en forma oral o escrita, sin darle mucha importancia ni al dinero que sale de la venta del arte, ni al libro como objeto modélico, acopio de poemas terminados, prolijamente tipeados y encuadernados para la prosperidad. En Rossi la difusión poética se hace a través del volante, del poema inmediato, redactado a «mano alzada», que al terminar de escribirse deja de pertenecer al autor y es de quien lo recibe. Los ’80 afianzaron este tipo de intercambio. Salíamos de una de las dictaduras más sangrientas que tuvo el país. La gente quería memoria, pero no aquella que se acumula en folios hechos para la vejez sino la otra, esa que se lee de paso, golpea el corazón y nos transforma antes de quedar guardada en un bolsillo, rozando la piel.

Hubo en Rossi especialmente un interés concreto por lograr que la poesía santafesina no fuera propiedad de unos pocos intelectuales, sino que llegara a nuevos lectores. El que hace la cola en el banco, la señora que lleva sus chicos a la escuela, el que limpia las veredas, las empleadas de tiendas, yo mismo que por esa época desconocía la obra de muchos escritores y que gracias a los volantes y revistas gratis que repartía Horacio, los pude descubrir. Este fue quizás el más importante planteo de literatura social que tuvimos en Santa Fe a fines del siglo pasado.

El otro tópico que recupera Rossi para la literatura santafesina es presentar un nuevo lugar geográfico de escritura: la terraza. A modo de observatorio social, la terraza reemplaza al río y a la costa. En un tiempo en que todo era pescador, soledad de boyeros y redes, Rossi impone la terraza como lugar gestante de poesía en la que, sin abandonar los temas propios de nuestro entorno, se los registra desde la ciudad que crece.

Horacio nos dejó el 18 de mayo de 2008. Frente a su casa, los amigos plantaron un lapacho que llena de flores rosadas la terraza que todavía existe. Su terraza.

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