En tiempo de primaveras… morir para dejar paso a lo esencial (y reverdecer)


Por Lucila Cordoneda

Decía Molière: la adversidad actúa con las personas como el viento con el fuego, si es débil lo apaga, si es fuerte, lo hace crecer.


Un poco más acá en el tiempo y encontrándome bastante lejos de esa pluma prodigiosa, de esas dotes geniales de escritura y dramaturgia y de un modo más coloquial, más propio de mi #filosofiaciruja, digo: son pocas las veces en las que uno crece “en la buena”.


Son los momentos más duros, devastadores o profundamente tristes los que nos hacen “germinar”.


No digo que en los tiempos dichosos o menos agitados y belicosos esto no suceda. No, claro que no. Pero aquellos otros, los que te ponen a prueba, esos que te sacuden y arrasan, esos en los que uno cierra los ojos y solo por instinto vital, desea que sean un embuste pasajero. Esos, te sujetan a la vida, pujan, te insuflan aire para que puedas mantenerte respirando.


Así como la obstinada Démeter penó y rogó a Hades para que le permitiera a su hija Perséfone regresar del inframundo, así vagamos en solares estériles e inciertos cuando todo nos resulta adverso. Como ella nos castigamos y castigamos a los otros, nos sumimos en tristezas enormes, lamentamos lo bueno perdido y nos preguntamos una y mil veces cual es la razón por la que somos merecedoras de semejante dolor injusto.


Hasta que por fin, un día, una primavera, todo parece amanecer distinto, pasan las heladas y las nieves eternas, se secan los llantos, se humedece el alma y vuelve a brotar, a latir, a creer.


Existe una relación indisoluble entre el mundo de los muertos y el de los vivos, es este último el que hunde sus raíces en el anterior y son ellas las que extraen los nutrientes vitales. Así también en ese paralelismo de naturaleza e inframundo, de trinos y llantos, de vida y de muerte, transitamos nuestras propias faenas. Hundiéndonos en el invierno hostil y casi sin vida, nos hacemos savia y vientre y reverdecemos fecundas.


Podemos decir entonces, que de ese despojo que fuimos, de ese árido vivido tomamos la fuerza y el ánima justificando en este paso su existencia.


No hay primaveras sin heladas, ni retoños sin filos mutilantes, no hay celebración sin duelar.


El mundo de los vivos y el de los muertos, la naturaleza y el inframundo están indisolublemente relacionados la una al otro; sucumben si se faltan, de la presencia de uno depende la existencia del otro.


Así, del idéntico modo, se comportan nuestros padeceres y recuperos, nuestros más infames dolores y sus correspondientes consuelos
Porque al final, amiga mía, como sabemos todo pasa y cuando pasa “la mala”, vos ya no sos la misma, de aquélla ya no queda nada, mudaste la piel, te transformaste, algo murió, mutó, se perdió para dar espacio a lo esencial.

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