“La cabeza de Ramírez” y “El amor y la peste”.
Por Enrique Butti
En 1878, Lucio V. Mansilla recibe una carta y un dibujo de Luis Jorge Fontana, joven naturalista argentino. El dibujo, tal como explica su autor, “representa la cabeza muerta de un guerrero de la Nación Toba, copiada del natural, momentos antes de ser ella separada del tronco que la sustentara, cuando aún palpitaba la carne y resonaba en mi oído la voz valiente y sonora que, dominando entre el estruendo de las armas y el ardor de la pelea, retemplaba el espíritu de los indios”.
Ese dibujo obsesionará a Mansilla. Repite, hipnotizado: “¡Esa cabeza toba!”. La sigue viendo como un fantasma, como si esa figura no acabara de exhalar su último suspiro. “Si es la cabeza de un muerto, digo que hay en la muerte, como en la vida, algo que relampaguea”.
Y enseguida Mansilla recuerda lo que un frenólogo inglés le predice a un joven (el propio Mansilla, se entiende) que somete su cabeza a la exploración de los dedos del presunto científico. Recuerda también un busto que viera en el Museo Británico y que lo dejó helado, el busto del emperador Caracalla. Habla de todo esto, pero no deja de repetir: “¡Esa cabeza toba!”.
Nuestra literatura da fe sobre la barbarie de degüellos y cabezas cercenadas que jalonaron las contiendas fratricidas de la Argentina, desde el degüello del unitario en “La refalosa” a la carrera de degollados que cuenta Borges en “El otro duelo”. (Refalosa llamaban al procedimiento, en alusión a la resbaladiza sangre derramada, como “violín y violón” llamaban al degüello que se complementaba con la introducción de una mazorca en el recto).
Tristes muertes y profanaciones de cadáveres de nuestra historia que vienen a cuento a raíz de una cabeza exhibida “para perpetua memoria y escarmiento de otros que en lo sucesivo, en los transportes de sus aspiraciones, intenten oprimir a los heroicos y libres santafesinos”. Que es lo que nos cuenta “La cabeza de Ramírez”, novela de Juan Basterra.
La historia nos toca de cerca. A pocos pasos. Tras el Tratado de Benegas, en 1820, propiciado por Rosas y rubricado por el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, el Brigadier López y el gobernador cordobés Juan Bautista Bustos, se rompe la alianza con el “Supremo Entrerriano”, Francisco “Pancho” Ramírez.
En 1821 Ramírez intenta marchar contra Buenos Aires y contra López. Cuenta con dos mil hombres y navíos para cruzar el Paraná. Se lo impide una desventurada serie de circunstancias y muere en Chañar Viejo el 10 de julio, como cuenta también otra célebre novela histórica, “Delfina”, de Leoncio Gianello. Ramírez escapaba, pero al ver que había sido capturada la amante y compañera de aventuras, la brasileña Delfina, regresa y “se abre paso entre los santafesinos sorprendidos por ese valor rayano en la locura y llega casi al lado de Delfina”, escribe Gianello. Y es entonces cuando le disparan y lo matan.

Y Juan Basterra continúa narrando en su novela el destino posterior del “Supremo”. El cadáver es decapitado y la testa enviada a López, que la hizo embalsamar y exhibir en una jaula. Lo cuenta con el certero estilo y la fiel adhesión a los hechos que ya había dado muestras en su novela “Tata Dios”, reseñada en estas páginas de El Litoral, sobre la masacre de inmigrantes en Tandil, en 1972, perpetrada por una banda de gauchos dirigidos por un fanático religioso.
Nacido en La Plata, pero radicado en Chaco, Juan Basterra presenta además en estos días una nueva novela, “El amor y la peste”, una historia de amor en el contexto de la gran fiebre amarilla de 1871 que diezmó la población de Buenos Aires, otro desgarrador episodio de nuestro pasado.
El apasionado romance de dos jóvenes de la sociedad porteña está hábilmente escenificado en la vida de esa ciudad imprevistamente embestida por la peste, una cotidianeidad que Basterra logra diseñar con oportunos precisos detalles, entre otros recursos haciendo intervenir a personajes memorables de la época. Aparecen así figuras como el padre Eduardo O’Gorman (“hermano de la desdichada Camila”), Eduardo Wilde, Sarmiento y tantos otros. Y entre ellos, Lucio V. Mansilla, el de “¡Esa cabeza toba!”.