Historia del hombre que se pierde a sí mismo


Por Enrique Butti.

El narrador de «La vida de un hámster», novela de Matías Aldaz (Federación, 1976), es un estudiante crónico de abogacía proveniente del interior que trabaja en Buenos Aires en un estudio jurídico. Recibe la consulta de un hombre a quien desde hace cuatro años le impiden ver a su hija; su ex mujer ha llegado incluso a acusarlo de abusar de la niña. Y a partir de los particulares de este caso, que nos acompañará hasta su revisión y resolución, el narrador nos introduce en los sucesos de su vida cotidiana y de su intimidad, de una novia que pierde y una amante que gana, de un viaje a esa dos raras ciudades que son la Federación nueva y la otra bajo aguas, y de lo que en síntesis resume el oportuno acápite de Ricardo Molinari que abre la novela: «No sé, pero quizás me esté yendo de algo, de todo, de la mañana, del olor frío de los árboles o del íntimo sabor de mi mano».

Con una sutil, imperceptible acumulación de detalles, que al principio resultan inocentes para el lector, Aldaz nos va introduciendo en la complicada, enfermiza y quizás peligrosa personalidad del personaje, a quien hemos depositado nuestra confianza y credulidad. Dos razones participan para que la incauta entrega del lector se vea (sorpresiva, excitadamente) traicionada: la aparente mediocridad del personaje que nos cuenta su vida, una vida anómica se podría decir, no priva de acontecimientos sino de empatía por los demás y de principios éticos, y, en segundo término, por esa acumulación de detalles incongruentes a los que aludíamos y que en un cierto momento eclosionan.

Por ejemplo, la distorsionada percepción de sus sentidos respecto de los volúmenes (a tal persona la ve de un día para el otro engordada o enflaquecida; desde un taxi ve a la ciudad achicarse violentamente) o en la interpretación de lo que recuerda u oye («Hablaban de moscas llenas de plumas, con flores y fósforos»), de lo que ve o huele en sus fisgoneos (como la lata de gaseosa que su jefa ha bebido y le pide que tire a la basura: «En el pasillo olí el pico, apestaba a podrido»).

Y es en esas distorsiones donde en la novela se hace presente el humor, un «humor literario», podríamos definirlo, como enseñó a advertir esa maestra de la expresiones que fue Hebe Uhart, quien rastreaba en sus viajes y en sus personajes formas de decir que revelaran formas de vivir. Así, se habla de un hámster indiferente a la rueda que le compraron para que jugara y que «sólo se revolcaba un poco en el aserrín, pero no mucho más, era un hámster serio y organizado». O cuando el narrador cuenta que a su jefa «el pantalón apretado le hacía una cola redonda fuera de toda armonía». O la orden que recibe en el estudio jurídico para que llame a un cliente y le diga que «vamos a aceptar el caso, que lo vamos a defender con uñas y dientes. Lo llamé a Stefan apenas la jefa salió de mi oficina. Le dije que aceptaríamos su caso y que lo defenderíamos como gato panza arriba».

Felizmente apartado de los presupuestos de la literatura canonizada por la actual boga académica que ha decidido venerar las escrituras que se remiten a ser, línea a línea, firmas de autor, y más todavía felizmente alejado de los remanidos cosquilleos morbosos de una pedestre literatura gótica o de terror que la industria editorial impone al público joven, «La vida de un hámster» apela a lectores creativos, apasionados y juiciosos.

Con una sutil, imperceptible acumulación de detalles, que al principio resultan inocentes para el lector, Aldaz nos va introduciendo en la complicada, enfermiza y quizás peligrosa personalidad del personaje, a quien hemos depositado nuestra confianza y credulidad.

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