La autora rememora con nostalgia los carnavales de su infancia en barrio Candioti y la búsqueda de su más preciado elemento.
Textos. Graciela Manattini.
Parece de Perogrullo el título de la presente, pero solamente leyendo la nota en su totalidad darán con el por qué del mismo. Retrocedamos en el tiempo, cuando Bulevar Gálvez tenía bancos de granitos y el tranvía hendía su panza de arboleda frondosa frente a las Adoratrices. Ahí me crié. Escuchando el campanazo de las misas, el chirriar de los tranvías y el piar de pájaros a los que he visto caer de los árboles cuando el calor era tórrido y los gorriones se desplomaban en su infructuosa búsqueda de sobrevivencia. No es para cualquiera el verano santafesino.
Y entonces llegaba el Carnaval. Y la calle se transformaba con bulliciosas barritas de niños en búsqueda del preciado elemento: el agua. Y el permiso para “sacarla” de las canillas de los pasillos, casas de patios antiguos, del adminículo en cruz obsoleto que en un huequito detrás de hiedras de la pared, sobrevivían al paso del tiempo que poco a poco las iba convirtiendo en viejas piezas de museo.
Invalorables eran los largos pasillos de los Molina por Marcial Candioti, el “pegado” al Dr. Rebechi y otros tantos que eran la panacea del Carnaval de aquellos tiempos, que nos permitían hacernos de refugios cuando la marea humana de grupetes de otros barrios bajaban en tropel de camiones y camionetas, juntar agua en baldecitos infantiles o cargar las bombitas que restallaban en la humanidad de los varones si eras mujer y viceversa.
La siesta era por fin la hora de la alegría, de no dormir, el fin de los juegos silenciosos para no despertar a los mayores, la transgresión a las normas diarias de mantener el silencio. Era también jugar al Carnaval, que consistía principalmente en sorprender al que estaba seco o intentaba no prenderse a la fiesta. Con ese no había consideración alguna. Imposible no recordar las chatas con grupos de muchachos bien abastecidos de bombitas, pasar bombardeándonos mientras las cuotas de resbalones se incrementaban a medida que las veredas daban testimonio de que ahí se jugaba en serio y mucho.
Empapados y felices, aturdidos de gritos de “¡cuidado!”, riéndonos divertidos, el Carnaval tenía el esplendor de aquellos años infantiles inolvidables, inocentes, únicos que nos regaló la vida y que son irrepetibles, porque nada dejó de cambiar en el mundo y también en el pequeño mundo que es cada barrio. La nostalgia buena y no la plañidera de querer volver atrás el tiempo, me permite recordar los carnavales de mi infancia sin querer que se repitan. Cada generación debe construir su mundo de recuerdos, cambiar los paradigmas de la diversión, vivir sus propias vivencias y mover al mundo para que siga andando.
Claro, la “importancia” que tenía el agua en aquellos carnavales… sin corralitos ni socavones, sin restricciones para jugar con el agua que como cascada caía de los balcones, corría por los pasillos junto a un reguero de niños felices que sólo necesitaban de una canilla, un balde y una bombita para fijar el recuerdo tan simple como un chorro de agua. Recordar significa “volver a pasar por el corazón” de aquella niña que fui y que como tantas esperaba la locura de cuatro días para jugar con agua hasta q los dedos se arrugaran y colgar el baldecito nuevamente hasta el año siguiente.