«La locura de Hölderlin»


Testimonios, cartas, biografías constituyen el cuerpo de este libro de Giorgio Agamben en el que presenta la vida del poeta alemán.

TEXTOS. Enrique Butti.

La vida del poeta Friedrich Hölderlin se divide en dos netas partes: los primeros treinta y seis años, desde su nacimiento hasta 1806, y los treinta y seis que siguieron hasta su muerte, en 1843. En la primera parte se computan sus primeros estudios de la carrera teológica a la cual lo destinaba su madre, el ímpetu de su vocación poética, su estrecha relación juvenil con Hegel y Schiller, sus trabajos como bibliotecario y preceptor, el gran amor de su vida que inspira al personaje de Diótima en su novela «Hiperión», las traducciones del griego antiguo, la escritura de sus Himnos y poemas, las primeras crisis que lo llevan a abandonar a pie Francia hasta Alemania… La segunda parte de su vida la pasará inmerso en la locura, aislado como huésped en el altillo de la casa de un carpintero.

Para radiografiar «La locura de Hölderlin», Giorgio Agamben sostiene que no conviene recurrir a la historia (forzada de alguna manera a explicar los sucesos que la ocupan) sino a la crónica, que puede narrar un destino sin verificar la autenticidad de las fuentes. A pesar de sostener que «el tenor de verdad de una vida no puede definirse exhaustivamente con palabras», Agamben desliza en su libro una tesis que se entrelee a lo largo de su crónica. Se basa en un motivo esencial en Hölderlin, que él mismo llamaba «el libre uso de lo propio» (entendiendo por «lo propio» sobre todo la lengua y la nación que la habla) y que aplicó especialmente en sus traducciones de Sófocles y Píndaro. También apela Agamben a estudiar la especial concepción que Hölderlin tenía de la «tragedia moderna», más cercana en verdad a los géneros de la comedia y del idilio.

Testimonios, cartas, biografías constituyen el cuerpo del libro de Agamben, a los que se yuxtapone una cronología de la historia de ese tiempo en Europa, también sobre los hechos culturales cercanos, verbigracia las condecoraciones y éxitos que jalonan la carrera literaria y social de Goethe.

La conclusión es que «la vida de Hölderlin constituye un paradigma frente al cual están ausentes las oposiciones categóricas que definen nuestra cultura: activo/pasivo, cómico/trágico, público/privado, razón/locura, poder/acto, sensato/insensato, unido/separado. Precisamente por eso, al morar en un umbral de indistinción, no es fácil medirse con ella, tratar de extraer un modelo. Esto es tanto más cierto por cuanto, según todas las pruebas, está ausente la oposición entre éxito y fracaso, como si el fracaso se diera, por así decirlo, por sentado y, al mismo tiempo, como la ausencia de los dioses, transformada en ayuda y recursos. La lección de Hölderlin es que cualquiera que sea el propósito para el que fuimos creados, no fuimos creados para el éxito, que el destino que se nos ha asignado es fracasar, en cada arte y estudio y, sobre todo, en el casto arte de vivir».

Como lo hará el suizo Robert Walser un siglo más tarde, escribe Agamben que «Hölderlin, a partir de cierto momento, acepta de buen grado el diagnóstico de locura que le ha sido reconocido e incluso parece casi intencionadamente exacerbarlo frente a sus visitantes». Porque Hölderlin era muy célebre y celebrado ya en vida; muchos lo consideraban el gran poeta elegíaco de Alemania, y no pocos se acercaban a su retiro con curiosidad y veneración. Todos los testimonios concuerdan en que recibía a sus visitas pacíficamente, en un extravío donde surgían algunos momentos de sensatez (sobre todo al escribir y regalar algún poema). Se inclinaba ante los visitantes, los llamaba repetidamente «Su Majestad, Alteza, Santidad, Señor Padre, Amable Señor, Su Gracia, doy fe de mi sumisión». Ante algunas preguntas cruciales repetía: «Su Majestad Real, a esto no se me permite responder, no puedo». Zimmer, el buen carpintero que lo hospeda, anuncia que «no quiere que le den órdenes» y advierte; «Habrán oído hablar de su costumbre de dar títulos a los extraños que lo visitan. Es su forma de mantener a la gente a la distancia. (…) Cuando los llene de títulos, es su manera de decirles: déjenme en paz». Nuestro poeta Kiwi, en sus acotados momentos de extremo ostracismo, solía despachar a sus visitantes con un firme: «Kiwi se murió», volverse y desaparecer en el verde que lo rodeaba.

Previo Edición impresa 30-07-2022
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