La verdad sobre el falso castillo del Conde Drácula


La Literatura tiene el inmenso poder de convertir en verdades incuestionables los embustes más delirantes. Sólo ella es capaz de transformar lugares y paisajes auténticos en productos de fantasía que, paradójicamente, terminan siendo reales en su concepción imaginaria.

Textos: Revista Nosotros

 

Ese círculo de verdad-mentira-verdad pasa, por ejemplo, en el supuesto balcón de Julieta en Verona (que en realidad fue construido en 1940 aunque, eso sí, en la casa medieval que fue propiedad de la familia Cappelletti, transformada por Shakespeare en Capuleto) o en el 221-B de Baker Street de Londres, donde Arthur Conan Doyle ubicó el domicilio de Sherlock Holmes, entre otras cosas, porque esa calle no tenía tantos números en su época, aunque ahora allí hay un museo dedicado al detective. Otro de los lugares que posee esa falsa autenticidad es el Castillo de Bran, en Rumania, el terrorífico (y apócrifo) hogar del Príncipe de las Tinieblas: el Conde Drácula. Y viene a cuento que nos asomemos a esta fortaleza del sureste de Transilvania porque un 8 de noviembre de hace 170 años nacía en Clontarf (Dublín) el padre del padre de todos los vampiros: Abraham Bram Stoker.

 

La fortaleza domina el valle donde se extiende el pueblo de Bran, en plenos Cárpatos.

 

Ni siquiera está del todo acreditado que el personaje real en el que se supone que se inspiró Stoker para crear al Conde, el príncipe Vlad III, El Empalador (o Tepes, en rumano) estuviera en el recinto más allá de unos pocos días, cuando era trasladado a Budapest como prisionero de los turcos.

 

El Castillo de Bran tiene el poder evocador que sólo otorga la Literatura y eso a pesar de los esfuerzos realizados para desligarse de Drácula.

 

Además de las distancias lógicas que hay entre el personaje literario y el histórico, para los rumanos, Vlad Tepes es una figura histórica admirada, comparable al Cid Campeador o a Jaume I El Conqueridor y no les hace demasiada gracia su asimilación a la tétrica fantasía de un escritor irlandés.

 

El caso es que Bram Stoker tampoco identificó con exactitud a Vlad Tepes con el Drácula literario. Para empezar, el primero fue un príncipe y Stoker lo degradó a conde. El escritor leyó por primera vez el nombre de Drácula en un libro de la biblioteca pública de Whitby, en la costa oriental inglesa, donde veraneaba en 1890.

 

Se trataba de «Consideraciones sobre los principados de Valaquia y Moldavia», escrito por William Wilkinson y en él, aunque se mencionaba el apodo (que quiere decir hijo del dragón, en referencia al padre de Vlad III), no se hace mención alguna al príncipe valaco ni se le asocia con la ejecución por empalamiento ni a la crueldad con la que trataba a sus enemigos. La ferocidad de Tepes hubiera ido a las mil maravillas con la trama de la novela pero, curiosamente, ni siquiera hay en ella referencias a sus masacres. Y eso es debido a que Stoker no conoció nunca la historia de Vlad El Empalador y se limitó a tomar un par de ideas de un libro que consideró interesante y retorcerlas para alumbrar a su criatura literaria. Los errores históricos no le importaban en absoluto.

Por ejemplo, en la novela hay dos descripciones del aspecto físico del Conde. Y ninguna de ellas coincide con las fuentes históricas, tanto documentales como en retratos contemporáneos. En la obra, Johnatan Harker dice, ya en el castillo, que se le apareció “un anciano de elevada estatura, pulcramente afeitado a excepción de un gran bigote cano, y vestido completamente de negro, sin una sola nota de color Su rostro era marcadamente aguileño, de nariz delgada con el puente muy alto y las aletas arqueadas de una forma peculiar; la frente era alta y abombada y los cabellos, escasos en las sienes, eran abundantes en el resto de la cabeza. La boca, a juzgar por lo que se podía ver bajo el grueso bigote, era firme y más bien cruel, y sus dientes, particularmente blancos y afilados, sobresalían de los labios, cuya rubicundez denotaba una vitalidad asombrosa para un hombre de su edad”. La esposa de Harker, Mina, ve al Conde en las calles de Londres, rejuvenecido tras la ingesta de sangre, y dice que es “un hombre alto y delgado, de nariz ganchuda, mostacho negro y barba puntiaguda […]. Su rostro no era agradable; era duro, y cruel, y sensual, y sus grandes dientes blancos —que parecían más blancos aún debido a lo rojo de sus labios— eran puntiagudos como los de un animal”. El Drácula histórico, tal y como lo describió Niccolo Modrussa, el embajador del Papa Pío II en Budapest “no era muy alto, pero sí corpulento y musculoso. Su apariencia era fría e inspiraba cierto espanto. Tenía la nariz aguileña, fosas nasales dilatadas, un rostro rojizo y delgado. […] Llevaba bigote, y sus pómulos sobresalientes hacían que su rostro pareciera aún más enérgico. Una cerviz de toro le ceñía la cabeza, de la que colgaba sobre unas anchas espaldas una ensortijada melena negra”.

 

Como pasa casi siempre, Stoker no había inventado nada. Otros vampiros poblaban la Literatura desde hacía casi un siglo de la publicación de Drácula. De sus criptas habían salido ya otros chupasangres como Lord Ruthven de Polidori; Tolstoi en1839 y James Malcolm en 1847 también crearon vampiros; “La dama pálida” de Alejandro Dumas (1849) y, sobre todo, “Carmilla” del también irlandés Sheridan Le Fanu, publicada justo 25 años antes que Drácula.

 

A pesar de tanto antecedente, toda la tradición vampírica parece condensada por el propio Stoker en su novela, la cual, por otra parte, era arriesgada en su estructura ya que, en vez de un relato lineal al uso está fragmentada en veinte cartas, ocho telegramas, cinco recortes de prensa, cuatro memorándums, un informe, dos notas, los diarios de Jonathan Harker, Mina Harker, el doctor John Seward, Lucy Westenra y el cuaderno de bitácora del capitán del buque Démeter, en el que el Conde llega a Inglaterra. De hecho, es el demoníaco protagonista el único que no tiene una voz propia en todo el relato. Sabemos de él por lo que nos cuentan los demás personajes.

 

Y sin embargo, su presencia se extiende tan ominosamente como su sombra, y no sólo en la narración, sino más allá de las propias páginas del volumen hasta convertirse, quizá, en el primer mito del siglo XX reinventado no solo en sí mismo de millones de maneras, sino a través de otros personajes que encarnan el mal externo.

 

Bram Stoker escribió 16 novelas -Drácula fue la octava- cuatro libros de no ficción y 25 relatos. Nada del resto de su producción literaria ha resistido el paso del tiempo de la misma manera que lo ha hecho el Conde, que ha vencido a los años, e incluso a todas las versiones —y perversiones— que sobre él han hecho. Drácula ha ganado, incluso, a la verdad física y constatable con su poderosa presencia literaria.

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