En “Novelas reunidas” se manifiesta lo mejor de esta escritora excepcional que en los últimos años ha logrado trascender al gran público.
Textos: Enrique Butti.
En los cuentos, en las novelas, en las crónicas de viajes de Hebe Uhart, las personas y personajes que los pueblan son siempre “gente común”, que bajo su mirada parecen adquirir la vida que todo escritor o cronista de ley ambiciona. De ahí que ella cite a menudo a su “querida maestra” Simone Weil, que decía: “Saber, pero saber con toda mi alma que el otro existe”. Ese “saber” en Uhart es saber ver y sentir, pero sobre todo saber oír al otro.
Se publican ahora sus “Novelas reunidas” (Adriana Hidalgo editora), novelas cortas, “nouvelles” en realidad, donde se manifiesta lo mejor de esta escritora excepcional que en los últimos años -justicia rara en la actual literatura argentina- ha logrado trascender al gran público. Todo aquello que en sus crónicas o en la mayoría de sus cuentos está hilvanado para sostener distintas anécdotas y los bordados de un chiste, fragmentado diríamos en el sentido que hoy se ha dado en admirar lo desigual, lo voluble, casual, peregrino, en estas novelas está conformado por deliberaciones que discurren siguiendo hasta el fondo las características de un destino, “sin apartar los ojos”, como escribió alguna vez Elvio Gandolfo.
De ahí que en estas obras el verdadero eje de las narraciones se centre en un personaje y en su entorno, y en los impulsos que los mueven, sea el afán de progreso, el ansia de conocimiento o la insensatez que lleva al delirio. Por eso el título mismo de las novelas suelen llevar el nombre del personaje en cuestión: “La elevación de Maruja”, “Camilo asciende”, “Memorias de un pigmeo”…
Las cualidades que distinguen a Uhart se encuentran aquí en su máxima potencia, dirigidas por esa mirada y ese oído tan especiales, a la vez descarnados y compasivos, racionales y desopilantes. La suya es una loca pseudoantropología promovida por una filósofa alienígena, siempre estupefacta.
Quizás algunos ejemplos sirvan para introducirnos en su mundo. En “Camilo asciende” y en “Mudanzas”, que están ligadas por la historia del “ascenso” social de una familia de inmigrantes italianos, el habla de los personajes se infiltra también en el estilo del narrador; anota que “Carolina, quieta y apacible, miraba en lontananza”. O: “Después Domingo iba a improberar” (de “rimproverare”, que signfica “reprender”). No dice que una mujer “estaba” o “se sentía” sola, dice “ella era sola”. Una recién casada llega al rancho que será su nueva vivienda, y no encuentra nada para limpiar, pero “al día siguiente rescató unos trapos que estaban duros como el cuero y los lavó en el río; no era un agua limpia como la del río de Italia; era un agua de merda”.
Un campesino, inmigrante toscano, viene a ver a Teresa porque quiere casarse con ella. Ella le dice que espere un poco. “Entonces él le dijo: El pasaje hasta la capital cuesta muy caro y yo necesito casarme. Mujeres hay muchas, así que usted verá.
“Entonces ella le dijo a su tío Pipotto que el toscano quería casarse, cosa que el tío ya había observado. Le dijo: Es gente decente, pero rienda corta al toscano, Teresa, para que salga trabajador y vaya adelante. Tené en cuenta que es muy pobre.
“Ma sí, pensó ella, por qué no ponés rienda corta en tu casa a toda esa manga de inútiles que tenés adentro; ma sí, yo me caso”.
Como ese mago de nuestra literatura que es el uruguayo Felisberto Hernández, también Uhart sabe revelarnos la vida de los objetos.
Así, María, “cuando abrió la valija, había pasado un tiempo y la ropa estaba arrugada. Ella no la vio simplemente arrugada: le pareció vomitada o arrastrada por grandes perros, toda amontonada sin ningún orden ni significado en la valija”. Y después: “Las cortinas no estaban sueltas, sino como contenidas en sí mismas, trabadas en la parte baja”.
Hebe Uhart supo visitar muchas veces Santa Fe, y en sus crónicas recuerda con su gracia habitual los encuentros literarios que varias décadas atrás organizaron aquí Marta Rodil, Roberto Aguirre Molina y quien firma esta nota.