La gran novela tiene muchos cuartos, puertas y ventanas que admiten a muchos pasajeros diversos, que en algún momento entran en el hotel para que el azar o la providencia los ponga en un contacto que puede ser inesperado pero es siempre crucial.
Texto. Enrique Butti.
Como hogares fuera del hogar, los hoteles nos ofrecen seguridad, amparo, comodidad, pero son también guarida para lo prohibido, los secreto, lo ominoso. La literatura está llena de hoteles, desde las posadas del “Satiricón” y las ventas en las que pernocta Don Quijote, a los personajes que ingresan en alguno de los establecimientos de las mayores cadenas internacionales de hoy, Marriot o Hilton.
Sobre todo en el mundo moderno es donde hay algo que acerca, en el inconsciente literario digamos, a la narrativa y a la novela con el hotel. La gran novela tiene muchos cuartos, puertas y ventanas que admiten a muchos pasajeros diversos, que en algún momento entran en el hotel para que el azar o la providencia los ponga en un contacto que puede ser inesperado pero es siempre crucial. El hotel los pone en contacto pero les retacea información, más allá de la que pueda darles un camarero adobado con una buena propina o de la que pueda darles la señora chismosa que pasa sus días sentada en la veranda o en el gran vestíbulo.
Hay en la vida privada de un hotel mucha vida pública. Por eso abundan las molestias que fácilmente pueden llevar a la angustia (ruidos en los cuartos vecinos: chapoteos de bestia marina o marciana, disparos, gritos) y por eso abundan las tramas siniestras (¿cuántas novelas policiales se inician con la llamada telefónica de un huésped que advierte al conserje o al detective del hotel que algo raro acaba de suceder en el cuarto aledaño?). Pero también por eso abundan las mejores aventuras, las mejores picardías y secuencias cómicas, las mejores asociaciones; para entendernos, el mejor “Club Pickwick” de Dickens.
Sin embargo el hotel no es un transatlántico. No lo rodea un océano idéntico, y no es lo mismo un hotel de similar características en Florencia, Lourdes o Baden-Baden, ni un motel en Indonesia o en esas rutas desiertas del interior estadounidense donde el raptor de “Lolita” vive su gran amor.
En el “Grand Hotel des Bains”, en Venecia, donde se filmó “Muerte en Venecia”, y en los salones del palacio donde se filmó “El Gatopardo”, se cuenta que antes de iniciar el rodaje Visconti abría los cajones, y si no encontraba la vajilla de plata o los manteles bordados y almidonados que debían estar en un mueble de ese tipo ordenaba que se ocuparan de inmediato o no iba a poder filmar. En las películas, por supuesto, esos cajones aparecen cerrados.
Hay viejos hoteles europeos que fueron y son un “pasado visitable” por la cantidad de ilustres huéspedes, en general expuestos en una sala interior de fotos (donde es difícil que no figuren Orson Welles o De Beauvoir y Sartre). No es raro encontrar allí un cliente que exprese la esperanza de que los efluvios de tales celebridades salgan de los cajones o se levanten de la cama donde espera dormir esa noche. Eso manifestaba un extravagante polaco, que a la larga terminó confesando su búsqueda de sensaciones más siniestras, como su visita al segundo piso del hotel Roma, en Turín, donde se suicidó Cesare Pavese. Terminó preguntándome si todavía existía en El Tigre “El Tropezón”, el hospedaje donde se mató Leopoldo Lugones.
De manera que da en el clavo Eduardo Berti al repasar los hitos en que el hotel aparece en la literatura y reunir en “Vidas de hotel” (Adriana Hidalgo Editora) textos en los que explícitamente el fenómeno resulta algo más que un escenario o se presenta como el único escenario posible. Están allí desde James Joyce, Luigi Pirandello y Katherine Mansfield a Stephen Dixon o Esteban Dublín. Entre los argentinos se destaca un buen cuento de Pablo De Santis.
Berti tuvo la agudeza de abrir esta compilación con un breve texto que de alguna manera resulta una quintaesencia del tema, un texto de media página del gran (pero hasta hace poco despreciado por la intelligentsia) William Somerset Maugham, que cedemos a la tentación de reproducir aquí. Se titula “Habitaciones de hotel” y dice:
“Habitaciones de hotel. En una de ellas hay un hombre que ve en esta clase de vida un símbolo de libertad. Piensa en las aventuras que allí conoció, en las gratas reflexiones a las que supo entregarse; sus pensamientos son tan felices y serenos que, tras juzgar que un instante así de perfecto jamás podrá ser superado, toma una dosis muy fuerte de somníferos. En otra habitación hay una mujer que desde hace varios años va de hotel en hotel. Para ella es un sufrimiento. No tiene hogar. Cuando no para en un hotel es porque unos amigos, avergonzados, la invitan a pasar con ellos una o dos semanas. La reciben por piedad y sienten alivio al verla partir. Incapaz de soportar por más tiempo su infortunio, ella también toma una dosis muy fuerte de somníferos. Para la gente del hotel y para los periodistas el misterio es irresoluble. Se sospecha una historia de amor. Se busca un vínculo entre ambos, pero no se descubre nada”.