Por Lucila Cordoneda
¿Cómo te llamás?
Suele ser la pregunta cuándo conocemos a alguien. O, a la inversa, recién llegados a algún lugar nos cruzamos con un desconocido y entonces ofreciendo la mano o u la mejilla decimos, «soy…»
Yo soy, qué lindo suena.
Se siente casi como un nido calentito, un refugio.
Soy y tengo la posibilidad de eso, porque alguien me nombró. Alguien me reconoció, me miró, y «me puso un nombre».
Graciela Figerio en el texto «En la cinta de Moenius» escribe » el nombre es el primer acto político, el que reconoce y alude a una filiación, no entendida como una lógica consecuencia de cromosomas y genes, sino como un gesto de reconocimiento particularmente interpretado. Es decir, donde el otro es más que el otro y se significa como alteridad.»
Suelo recordar este fragmento bastante seguido.
El día a día, lo que sucede, lo que se supone está por suceder y aquello que posiblemente no suceda nunca.
Todo es nombrado, dicho, puesto a jugar.
El lenguaje conlleva en sí la posibilidad de dar vida, de visibilizar.
Por él y a través suyo creamos realidades.
Es el medio que nos permite, no solo manifestarnos, sino ubicarnos en el mundo, tomar una posición en él y, posiblemente, leerlo a través desde ese lugar que ocupamos.
Lugar, a veces elegido otras no tanto, pero lugar que hemos ido construyendo gracias al lenguaje. A lo que hemos dicho, a lo que nos han dicho y también, claramente lo que se ha callado.
Lo que no se nombra no existe, aseguran.
Basta pensar en variadas historias, propias y ajenas, individuales y de colectivos, cercanas en tiempo y lugar y profundamente lejanas y en apariencia extrañas, para reforzar esta afirmación.
Para visibilizar primero hay que reconocer que existe y para esto, es menester nombrarlo.
Para hacernos cargo de algo debemos en primera instancia reconocerlo, darle entidad, correr el velo que lo oculta y, para eso debo nombrarlo, decirlo.
«Mejor ni lo digo», ¿por qué? Porque por ahí se hace realidad.
Pero no lo digo, más lo estoy pensando y pensarlo es, de algún modo una forma de decirlo. En algún lugar de nuestra convulsionada cabecita está, se hace presente, vuelve una y otra vez. Por tanto existe. Existe y está esperando ser nombrado para hacerse ver. Porque en algún momento sucederá, en algún tiempo aquello que ha ido germinando, aun en silencio, brotará y verá la luz.
¿De nada sirve intentar enmudecerlo entonces?
Como digo siempre… No lo sé.
Chi lo sa querida Mal Aprendida mía pero creo que en esta estoy bastante convencida de eso.
Puede ser que cuando eso que fue habitando en la oscuridad y creciendo casi inadvertido vea la luz, necesite de nuevas palabras para ser nombrado.
El lenguaje se construye, es dinámico, tiene y genera vida.
¿Cuántas veces atravesamos situaciones en las que el sentimiento es tan profundo que se vuelve indecible?
No «encontramos las palabras» para expresar lo que nos pasa.
Y, posiblemente, eso que nos pasa, siga pasándonos aunque no podamos decirlo, aunque no podamos nombrarlo.
Hasta que nosotros mismos lo hagamos u otro lo haga por nosotros y ahí, justo ahí, es cuando al hacerse palabra, no solo se muestra y se hace visible sino que deja de pertenecernos.
«Cien repeticiones tres veces por semana, durante cuatro años –pensó Bernard Marx, que era especialista en hipnopedia-. Sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones crean una verdad.»
Un mundo feliz. Aldous Huxley