Por Lucila Cordoneda
Los prejuicios te dejan afuera. Afuera de la posibilidad de conocer, de cambiar, de crecer, de volver a mirar. No te habilitan “el acceso a”, simplemente porque clausuran. Echan mil vueltas de llave, cierran y cancelan. No hay manera de que entres, se escandalizan ante cualquier posibilidad de cambio, de movimiento.
¿Y todo por qué? Porque construimos juicios tan fuertes, tan obcecadamente resistentes que, la mayoría de las veces, son imposibles de franquear. Estamos tan convencidos, tan jactanciosamente instalados en nuestras, a veces, pobres ideas que preferimos marchitarnos (lo peor es que ni siquiera lo advertimos) a reverdecer, a tener nuevos brotes.
Claro está que sería imposible establecer ningún tipo de conocimiento sin sostenernos en juicios a priori que luego sometemos a análisis y validaciones varias, pero el prejuicio, cara mia, el prejuicio es otra cosa.
¿Cómo puede ser que nos cueste tanto darnos cuenta de esto? ¿Qué opera en nuestras cabecitas que preferimos morir en la ignorancia, en la confusión, en la no verdad, a darnos el permiso de abrir la puerta y escuchar, mirar, intentar entender lo que se nos presenta diferente?
¿Qué fuerza absurda nos tira para abajo, nos obliga a permanecer inmóviles, sordos, inconmovibles frente a lo que desconocemos, sin permitirnos develarlo?
¿Qué sentimiento es ese, qué clase de inteligencia es esa, qué parte de nosotros es la que se cierra, se bloquea, se anula?
Insisto, lo peor del prejuicio es lo que perdés, lo que dejás de conocer, lo que dejás afuera.
Veamos… no se puede “no amar”, el amor es trágicamente inevitable. Recorre, impregna, atraviesa todo lo que hacemos, embelleciéndolo, ponderándolo, haciéndolo imprescindible; también opera enturbiando, distorsionando y justificando hasta lo injustificable… eso está claro.
Ahora bien ¿es posible “no odiar”? No lo sé. Podríamos si “convertir sentires”, redireccionarlos, resignificarlos. Algo así como una especie de GPS de cuore. Un dispositivo que, cuando estás derrapando (en términos de sentimientos, apreciaciones o presunciones falaces) te invite a “recalcular”.
¿Cómo? Queriendo aprender, angustiándonos, inquietándonos, interesándonos por el otro, por lo que le pasa, siente y desea. Habitando su lugar, mirando con sus ojos y siendo hospitalarios. Esto tiene que ver con estar abiertos a la posibilidad real de cambiar las propias reglas. Entonces sería todo lo contrario a lo que, por ahí, estamos acostumbrados: “Ok, te recibo en mi casa, abro las puertas, pero estas son mis reglas…”.
Ser hospitalario es más que esto, va más allá de la mera acogida, de la tolerancia. Tiene que ver con la posibilidad concreta de hacerme responsable del otro, sin despersonalizarlo. Confluyendo con él, sabiendo que es diferente, es decir, no sólo coexistiendo sino reconociendo su existencia independiente.
Hacerme responsable del otro, de ese que, como dice Lévinas, con su presencia muda me arranca del egoísmo y me convoca, muchas veces tiene que ver con desordenarnos, con expulsarnos de esa aparente paz, de lo establecido.
Porque… ¡Ojo aquí ameas! A veces, el costo del orden o de la paz para algunos puede ser muy caro y extremadamente doloroso para otros, muchos. Es entonces y sin dudarlo, cuando precisamente el otro como tal, agitado por deseos y temores, por frustraciones y esperanzas, nos saca (o debería sacarnos) de nuestro mero rol de espectadores, comprometiéndonos con el alivio de su sufrimiento.
Por otro lado, y ya que andamos por estos derroteros reflexivos, me pregunto: ¿Quién tiene el poder de habilitar, legalizar o validar? ¿Quién dice “es así”? ¿Quién o qué establece lo que queda por dentro y lo que no, qué voces levantar y cuáles silenciar (suponiendo que las hubiera)?
La forma en que normalizamos nuestros vínculos afectivos está siempre impregnada de una concepción del mundo, de la vida, del lugar que el otro ocupa en la nuestra y de la mirada que de él construimos.
Me pregunto ahora: ¿es posible vivir sin prejuicios? Non lo so… qualcosa di difficile. Más vale la pena el intento, el ejercicio cotidiano de desaprender, “dar lugar”, poner en tensión.
El prejuicio se hace presente, aparece y hasta regula la vida de relaciones, se comporta de manera irreductible ante toda demostración o argumentación, se manifiesta casi como un dogma, es inconmovible a cualquier evidencia.
Entonces… ¿Cosa facciamo?
¡Intentarlo! ¡Claro que sí! Todos los días, toda la vida. A veces saldrá, otras fallaremos, pero tendremos la convicción de que “es por ahí”, de que no hay opción. Y al final de la jornada, seguramente habremos aprendido un poco, ganado un poco, crecido un poco y, sin dudas, nos habremos mejorado mucho ¡¡¡muchaso!!!
¡Ah! Y seguramente habremos hecho a otro un poco más feliz, se la habremos hecho más fácil. ¿Qué piensas cara mia?
“Yo no soy el otro, pero no puedo ser sin el otro”.
Enmanuel Lévinas