Mitos en una familia moderna y disruptiva


Por: Psic. Gustavo Giorgi.

“Ay ay ay… la familia la familia”. repite al menos dos veces diarias esta especie de mantra el abuelo Jaime y debo decir que nunca se sabe a ciencia cierta si eso es bueno o malo. A veces, esa frase indica orgullo. Por ejemplo, hace pocos días Recio (nieto A) terminó las clases en el jardincito, siendo elegido el mejor compañero.

Pero están también “las otras veces” en que la consigna se transforma en un lamento, como cuando el otro nieto (B) dio a su coche 0 km de bruces contra un árbol que, según refirió meses más tarde “se había cruzado de golpe en el camino y no me dio tiempo a esquivarlo”, créase o no.

El caso es que tenemos dos familias, A y B surgidas a partir del matrimonio de los viejitos Ponzuela.

Jaime, el patriarca, comenzó con un almacencito en la zona de lo que hoy conocemos como Recoleta santafesina y como novedad, servía jamón crudo cortado a cuchillo todos los días sábado a sus clientes. Esa idea de sumar una fiambrería muy completa al mercadito le imprimió un carácter distinto al negocio, y desde su punto de vista fue la principal razón por la que comenzó a crecer de manera exponencial y prácticamente ininterrumpida durante muchos años.

Los pibes, Juancito y Toto, se criaron dentro del negocio tal y como sucede con muchos hijos de comerciantes (recordemos sino al ícono Manolito, amigo de Mafalda). Eso les permitió aprender desde pequeños no solo a usar la cabeza rápido para sumar y restar, sino también a experimentar el malhumor de los clientes o la buena onda de los proveedores (el de los lácteos, por caso, se había hecho tan compinche de Jaime que traía a sus propios hijos a jugar a la pelota de tanto en tanto).

Lógicamente el tiempo fue pasando y hoy ya no tienen un almacencito sino una cadena de ellos, situados en diferentes puntos de la ciudad. Y a la par del negocio, los hijos también fueron cambiando y formando sus propias familias. Hoy, la empresa se compone por el pater familiae, promediando los 70 pirulos, Juancito casado con Andrés y padres de Recio de 2 años (familia A) y Toto, casado en segundas nupcias con María de las Mercedes Córdenas y con dos hijos de su matrimonio anterior (familia B).

Una tarde quiso el destino que los encuentre a los 3 tomando lisos en un tradicional bar de avenida Freyre y aproveché para, además de refrescarme con ellos, enterarme de cómo habían manejado hasta acá la relación entre empresa-familia.

Quien toma el bochín primero es Juancito, CPN por vocación: “Sabés que en una de las primeras clases de la Facultad, recuerdo haber discutido feo con un profesor que hablaba de empresas familiares. Él explicaba que la lógica de una y otra son bien distintas y que no era bueno confundirlas. Que los negocios buscan la rentabilidad, siendo racionales y que en las familias importaba lo afectivo y la salud de las relaciones. Yo en ese momento me enojé porque, con conocimiento de causa, le dije que en las empresas muchas veces se toman decisiones de manera impulsiva (irracional, en sus propias palabras) y las familiares no eran una excepción a esto. Es decir, separar estos ámbitos de manera total solo es posible en la teoría pero lejos está de serlo en la práctica”. “Por ejemplo, cuando decidimos casarnos con Andrés, los primeros preocupados fueron ellos, mi viejo y mi hermano. En dos palabras me dijeron que con mi vida hiciera lo que quiera pero que resguarde el negocio, y por eso convinimos en firmar un acuerdo especial por el que mi marido se abstiene de votar en decisiones importantes”.

“El entrecruzamiento entre uno y otro ámbito es permanente, pero eso no implica que tengamos que aceptarlo sin hacer nada al respecto” acota Toto. “Todos nos acordamos de un domingo fatídico en el que a los postres terminamos todos peleados. Empezamos hablando de una pavada y después la cosa fue poniéndose cada vez más caldeada. El tema era si a fin de año íbamos a comprar unas góndolas nuevas, porque las que teníamos estaban bastante feas. Así de sencilla venía la conversación hasta que mi viejo tiró que si las renovábamos iba a haber menos plata para repartir, y que era obvio que no podían hacerse las dos cosas juntas. El asunto es que eso derivó en la manera de la que siempre se distribuían las ganancias, que a uno le parecía injusto que no podamos decidir los porcentajes, que mi viejo al final siempre hacía lo que quería y así… Fue un domingo tan de mierda que al día siguiente nos juramos mutuamente discutir todos los temas de la empresa en la oficina y solamente hablar de cuestiones familiares en los asados (porque también esto se había desmadrado: más de una vez perdíamos horas debatiendo en el supermercado si convenía mandar o no a los chicos a una colonia de vacaciones…”.

Mientras los escuchaba, no podía dejar de pensar en cuáles serían sus mitos familiares. Esas historias que no se sabe si ocurrieron o no, pero que se las toma muy en serio. Esos saberes incuestionables que confunden puntos de vista con verdades determinantes. Y no me pareció conveniente preguntárselos directamente porque además estos mitos tienen una limitante cierta, y es que en su mayoría son inconcientes. Se sigue a rajatabla sus mandatos, pero de forma casi automática y sin cuestionamiento alguno… Al cabo de unas cuantas rondas de lisos (entiendo que esto también pudo haber ayudado) arribé a ciertas ideas al respecto.

Mito familiar 1: Hay que ganarse el pan con el sudor de la frente.

Jaime era el prototipo de esos gringos-gallegos que le hacen honor a eso del sacrificio. Se levantaba a diario cerca de las 5 am y desde ahí trabajaba sin parar hasta el mediodía. Luego, almuerzo y siesta y posteriormente en el negocio (otra vez) hasta las 9 pm aproximadamente. El cumplimiento de horario era, para Jaime, la condición del éxito y la bonanza y por ello les recriminaba permanentemente a sus hijos que no estén más tiempo en los locales. “Sobre ese tema en especial, pudimos ponernos de acuerdo recién el año pasado, en el que al viejo no le quedó otra que adaptarse y entender nuestro punto de vista. Nosotros tenemos una vida y no queremos hipotecarla en función del trabajo. La familia también merece sus espacios, y no vamos a renunciar a eso” dice Juancito. “Yo, por no saber ver eso, o no tener cojones para defenderlo, me terminé separando de mi primer mujer” acota Toto con un dejo de tristeza en la mirada…

Mito familiar 2: Primero la familia.

Este es un ejemplo exitoso, pero no significa que la receta sea válida para todos los casos. Los protagonistas de esta historia se plantearon en su momento la obligatoriedad de pertenecer a la familia para tomar decisiones, excluyendo plenamente a todos los otros. Estoy convencido que los vínculos sanguíneos no solo son saludables sino también sumamente importantes en nuestra vida, pero eso no equivale a echar por tierra a los foráneos, negándole toda participación. Muchas empresas familiares han perdido valiosos aportes de cuñados, yernos y nueras por este mito-prejuicio.

Mito familiar 3: Tratándose de plata, es fácil ponerse de acuerdo.

Si pecás de ingenuo, podrías decir que por ser familia, se priorizaría el afecto y los vínculos y por ende el dinero no es importante. Si sos realista, entenderás que la conversación acerca de remuneraciones o reparto de utilidades no se realiza más por un tabú que por otra cosa. Es indispensable dejar claro que pretende cada uno para, a partir de allí, acordar en algunos puntos y darse la oportunidad para negociar otros.

“En definitiva -resume Don Jaime- siempre nos sentamos a hablar y escucharnos. Tener al respeto por el otro por premisa. Empatizar, cómo le dicen hoy también forma parte de nuestro decálogo no escrito”. “A propósito de eso, pa: ¿Por qué no empezamos a escribirlo, así nuestros hijos ya comienzan a incorporarlo?”.

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