Roberto Schneider fue declarado Ciudadano Ilustre de la ciudad de Santa Fe. En una entrevista con Nosotros cuenta cómo este reconocimiento lo emociona y corona una apasionada carrera de trabajo incansable.
Textos. Romina Santopietro. Fotos. Flavio Raina.
Periodista de diario, radio y televisión. Profesor de letras.
Personaje y personalidad como crítico y actor de teatro.
Docente, en ámbitos académicos y otros.
Cebador de amargos espectaculares.
Creador de sobresaltos épicos en la redacción de espectáculos de El Litoral cuando los estornudos lo atacan.
Se ríe a carcajadas cuando quien suscribe lo llama “Su Ilustrísima”. El honor otorgado por el Concejo de la ciudad lo emociona. Lo considera una enorme muestra de cariño a su persona primero y a su gran trayectoria después.
Y aunque suele reírse de sí mismo, la emoción con la que transita estos días lo abruma.
El Honorable Concejo Municipal de la Ciudad de Santa Fe, por iniciativa del concejal Carlos Suárez, y que fuera aprobada por unanimidad, le ha otorgado recientemente -el 22 de febrero- la distinción de Santafesino Ilustre.
“Esta distinción es bella. Y es un gesto amoroso. Llegó en este momento, cuando estoy en el recodo de la vida -tengo 67 años- y creo que estoy en esa vuelta necesaria como para empezar a reflexionar si lo que hice está bien. Creo que está bien, pero por una razón esencial: a mí siempre me gustó el trabajo. Me define mi trabajo. Mis ganas de trabajar”, reflexiona.
“En El Litoral estuve 35 años y tres meses. También trabajé en el Hospital Iturraspe, limpiando pisos, después en el teléfono. A los 13 años tuve que dejar el Colegio Nacional por razones económicas y terminé en la escuela nocturna, en distintos establecimientos. Cuando fallece mi mamá, muy joven, a los 52 años, la monjas del hospital que me conocían, me plantearon ocupar el cargo de mi mamá. Y ahí vi la veta para poder estudiar. Yo trabajaba en el comercio, con los Lermann, y me ofrecieron que me quedara, porque dada mi simpatía elocuente, vendía mucho. Vendía muchísimo. Pero yo quería estudiar. Y además, se lo había prometido a mi madre en su lecho de muerte”, cuenta atravesado por la emoción. Habla de su madre y hace un pequeño silencio, íntimo y elocuente. En su recuerdo, ella cobra entidad. “Y ese fue un sueño hecho realidad. Poder cumplir la promesa hecha a mi madre. Con mucho esfuerzo. Pero lo logré”.
EL TEATRO, SU PRIMER AMOR
El 14 de abril de 1959 es la fecha que Roberto confiesa que se le metió el bichito del amor por el teatro. Recitó una poesía por el Día de la Américas y supo que quería más de ese mundo. Más tarde, en el Círculo Israelita Macabi vio una obra -de autor santafesino, Juan Carlos De Petre- “Las paredes manchadas”. “El aditamento que tenía esa obra era que mi hermano mayor, Gustavo, trabajaba en ese montaje. Y cuando la fui a ver me produjo conmoción la forma en la que estaba contada. En ese momento sentí que el teatro era lo mío. Tenía 12 años. Era un gordito tonto de pantalones cortos. Mi madrina Manuela me compraba la revista Radiolandia, que a Santa Fe llegaba los viernes, venía impresa en color sepia. Y los sábados ella me preparaba un paquete con un sandwich de milanesa, una manzana verde o roja y dos pesos para comprar los maní con chocolate Dolca. Y yo iba al continuado del cine Avenida, desde las dos de la tarde hasta las ocho. El mundo del cine creó en mí un mundo de imaginación y creación permanente. También escuchaba mucho la radio, y los radioteatros locales. Incluso hoy sigo escuchando mucha radio. Hoy tengo un programa en LT10 que se llama La Fila 10”, sonríe y “manda el chivo”, travieso.
“Cuando llego a la facultad, un gran profesor de la carrera de Letras de la UNL, Ricardo Ahumada estrenaba una obra de teatro en la Sala Moreno con un grupo de actores de la Biblioteca Moreno, co-dirigida con Antonio Germano y protagonizada por Cristina Pagnanelli. Ahumada, que me conocía de la facultad, me dijo ‘Roberto, usted que es muy simpático, ¿no nos puede vender unas entraditas?’. Y me trae tres entradas para el estreno de la obra. Vendí 720. Me pidieron que vaya el día del estreno y en la obra – “El abanico de Venecia”, de Juan Carlos Ghiano- se comía, y en el teatro cuando se come, se comen porquerías. No es comida de ficción. Era comida de verdad, un arroz espantoso. Terminó la obra, todo el mundo fue a saludar y nadie lavaba los platos. Y yo que me meto en todos lados, me puse a lavar los platos. Y esa noche Antonio Germano me invitó a integrar el grupo, a hacer teatro. Y yo no quería. Le dije que no quería hacer el ridículo por mi secuela de parálisis infantil. Y él me dijo ‘vos no vas a hacer el ridículo’. Y debuté en teatro con el personaje de Pepino el 88, que es un personaje emblemático en la historia del teatro argentino. Con una escoba que usaba como guitarra, el traje blanco con solfeos, laureles y el 88 en la espalda, que yo pude recrear desde la investigación. Porque ese es otro aspecto que enriquece mi acervo”, rememora.
“El teatro es muy caro. Pero no porque cueste mucho meterse en un grupo y colaborar con los gastos de la obra. No. El teatro es caro porque los actores y actrices son atravesados por discursos que no son propios y hacen en carne viva a partir del intelecto y del manejo del cuerpo. Se apropian de ese discurso. El teatro es eso: la posibilidad de ser otro a partir de un lenguaje que no te es propio. Uno le da carnadura a eso que un autor pensó para determinada historia. Del hecho teatral me conmueven los actores. El teatro sirve para que las cabezas crezcan. Creo que permite la posibilidad del crecimiento individual. Primero por cómo te conmueve el suceso teatral. Y a partir de ahí, esa historia que te contaron, para a ser parte de tu propia historia. Se entrelaza con tu vida. Y sufro horrores cuando un espectáculo no me gusta. Tengo una cábala. Siempre entro a una sala de teatro con un caramelo en la boca. Y soy diabético. Pero con ese caramelo quiero que lo que vaya a ver sea dulce. Porque cuando es dulce fluye el lenguaje y fluye el manejo de las palabras. Es en ese momento cuando encuentro la palabra, me siento un orfebre de las palabras. Cuando encuentro la forma de decir aquello que sé que le va a gustar a quien lee mi crítica. Escribo pensando en el lector, no en la gente de teatro. La gente de teatro de lee cuando hablás bien de ellos. Cuando vos hablás mal, te detestan. Son las reglas del juego. Me parece poco inteligente que no se entienda que son reglas de juego”, define.
EL DIARIO
“Estando en la facultad, lo conocí a Antuco Francia, y a Gustavo Vittori. Nos hicimos muy amigos. Y durante los tres años siguientes, lo torturé a Gustavo para entrar a trabajar en el diario. Yo le decía que el diario se estaba perdiendo al mejor corrector de la historia. Y tanto lo torturé que finalmente un día me tomaron el examen. Al otro día comencé a trabajar. Pimpi Argüelles me enseñó a manejar las computadoras, que eran unos armatostes”, cuenta.
“Yo tengo mi pasión por el trabajo, el techo sobre mi cabeza y el amor de mi vida. Y a mis amigos que me sostienen desde el cariño”, afirma, orgulloso.
“Cuando me jubilé, cuando me fui del diario, explotaron miles de corazoncitos de colores en la redacción. Los papelitos tenían formas de corazón. Y aunque suene cursi, ese fue siempre el amor y el cariño que me demostraron mis compañeros de trabajo”.
Los domingos tempranito a la mañana, en la redacción de la sección espectáculos del edificio de 25 de Mayo y bulevar, el mate antes de arrancar la jornada laboral fue tradición. “Siempre traté de hacer grato el momento de trabajo. De generar un ambiente ameno. Y de realizar un trabajo de servicio, porque el periodismo también tiene que ser eso”.
Pero aunque se jubiló y ya no trabaja en la redacción del diario, inquieto como es, sigue con su programa de televisión -La cuarta pared- la radio, la docencia, y ahora está embarcado en crear un centro de documentación sobre el teatro santafesino. “Es un sueñito que tenía de sistematizar todo lo que conozco. Pero se hizo un proyecto, que ya fue aprobado, por lo que el Centro de Documentación Teatral Santafesino pronto será realidad. Es dejar registro de todos los que construyeron este presente. La historia del teatro santafesino se sigue escribiendo”, explica, entusiasmado.
AUTODEFINIDO
“Soy un hombre de 67 años que ha vivido con total plenitud. Soy un ferviente trabajador de la palabra, que es lo que más me gusta. Y tengo el orgullo de tener mucha gente que me quiere de verdad. El logro que he cosechado es ese. Tener gente que me quiera de verdad, que colabora con el amor cotidiano para que uno se fortalezca en la vida. Soy un compendio de conocimientos”.