Por Enrique Butti.
Alrededor del «finis Austriae», de la caída de los Habsburgos y de las dos grandes guerras europeas, surgen una cantidad inaudita de escritores que el paso del tiempo ha instalado como ineludibles en la mejor literatura del siglo XX. Escriben en general en lengua alemana (Walser, Kafka, Schnitzler, Musil, Zweig, Broch), pero también en italiano (Svevo), francés (Cohen), húngaro (el tardío Marai), e incluso pueden incluirse algunas voces del exilio ruso (Berberova, Némirovsky). Resalta entre ellos Joseph Roth, nacido en 1894, en Brody, Galitzia, al este del antiguo imperio austrohúngaro.
Roth fue periodista en Berlín, hasta que el 30 de enero de 1933, cuando Hitler se convirtió en canciller del Reich, por su condición de judío se vio obligado al exilio. Algunas de sus novelas retratan la decadencia de aquel mundo refinado, culto, amable, como «Hotel Savoy». Dos de sus obras maestras son «La marcha Radetzky» y la más conocida «La leyenda del santo bebedor», que cuenta acerca de un «clochard» que vive bajo los puentes de París, a quien un misterioso hombre le entrega considerables sumas de dinero con la condición de que las devuelva a santa Teresa de Lisieux, en determinada iglesia. Tan repetidas como las entregas de dinero son las distracciones que impiden al alcohólico vagabundo cumplir, como se lo propone, con la promesa. Hasta morir al pie del altar de la santa (con esta oración final: «Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte»).
Como periodista, Roth registró sus múltiples viajes, que ahora Acantilado ha compilado bajo el título de «Años de hotel». Las primeras notas están fechadas en 1919; la última, en 1939, el año en que Roth se suicida en París.
Roth viaja por toda Europa y va verificando los cambios (las amenazas y el derrumbe) y los esfuerzos de los espacios que se aferran a una tradición de cortesía y buen gusto. «El fin del gran imperio, aunque sensiblemente contraído, sigue teniendo un aspecto noble, a pesar de todas sus grietas, defectos, mezquindades y podredumbres internas. Es una noble agonía».
Se entiende que los hoteles se empecinen en ser un refugio atado a las viejas normas de convivencia. Y para quien prefiere no atarse a ninguna patria, cada despedida de un hotel «será el día más largo. En la habitación ya no quedará nada, ni un solo detalle que pueda atraer mi atención y alentar la nostalgia. Ni la antigua azucarera, ni el escritorio del tío, ni un retrato del abuelo materno… Nada. Cuando desaparezcan mis maletas, otras ocuparán su lugar. Cuando retiren mi jabón, pondrán otro en el lavabo, cuando ya no esté junto a esta ventana, otro estará aquí».
Muchas de las páginas de este libro está dedicadas a los personajes que sostienen ese mundo de tradiciones firmes: el conserje, el viejo camarero, el chef, el viajero elegante. Describe un famoso café alemán que abandona sus columnas, sus pinturas y frescos, sus cortinados, sus maderas y su vajilla de plata para llenarse de azulejos blancos enceguecedores, abarrotarse de mesas y sillas incómodas, sin pinturas ni cortinas, abandonando también al señor amable que brotaba de la nada para ayudar a calzarse los abrigos y acompañar la retirada de los clientes, que «como un general, reconocía el terreno; como un médico, realizaba diagnósticos; como el señor de la casa, recibía a los visitantes; como un director de escena, hacía entrar y salir a los criados; como un dios, era inmutable».
Detalla el avance y el infierno del nazismo. En 1924 cuenta que la única ciudad asequible y saneada económicamente de Alemania era Hamburgo, porque habían inventado el oro hamburgués, un trozo de papel donde los bancos garantizaban responder de forma indudable su plena convertibilidad. Hasta los hambrientos de Hamburgo se conformaban ante la existencia de ese oro hamburgués. Los economistas se maravillaban del milagro. Y el resultado era que los bares estaban llenos de gente; ahí les daban comida, aguardiente y dinero. Y se los adoctrinaba en política, sea de izquierda que de derecha. Y el lumpenaje cantaba a la estrella roja o a la esvástica. En ningún lado la propaganda política era tan intensa como en Hamburgo y Bremen, ciudades que habían tenido una burguesía muy conservadora.
En 1928 viaja a Roma y registra el estado policíaco del fascismo; en los hoteles, los extranjeros ya no son huéspedes sino sospechosos. Un amigo católico le señala al portero de su edificio y le susurra que es un hombre muy peligroso, que en cualquier momento puede denunciarlo. «¿Por qué?». «Por cualquier cosa». La sociedad italiana se había poblado de denunciantes y delatores. «El ciudadano italiano teme al vendedor de periódicos, al tabaquero y al peluquero, al portero y al mendigo, al vecino del tranvía y al conductor. Y el tabaquero, el peluquero, el vecino del tranvía y el conductor se temen entre sí».
En 1934 escribe que en Alemania se derrama más sangre que la tinta que gastan los periódicos para informar al respecto. En la sumisión de la prensa individualiza la infernal victoria del nazismo. «El monumental invento de las dictaduras modernas es haber creado las mentiras atronadoras, partiendo del acertado supuesto psicológico de que los individuos darán crédito a los ritos cuando duden del discurso. El séptimo círculo del Infierno [donde Dante instala a los asesinos] tiene una filial en la Tierra y se llama Tercer Reich», concluye.
Uno de los textos está dedicado a enumerar las torturas de los viajes, sus incomodidades, peligros, imprevistos, disturbios corporales e higiénicos. Y termina con una Nota de la Redacción que asegura a los lectores que, pese a todo lo que el autor del artículo escribe en contra del «romanticismo del viaje», rara vez se lo encuentra en su casa.