por Lucila Cordoneda
El día a día, cada instante de este y los demás, es una prueba constante, un invitarnos (amigablemente y no tanto) a decidir, a elegir, a optar… en definitiva a tomar decisiones.
Según la situación, la significación o el alcance que tenga aquello que vamos a discutir en nuestra cabecita, nos tomamos más o menos tiempo y elegimos con qué jugadores vamos a entrar a la cancha.
Hasta acá nada de lo dicho puede resultar novedoso, una situación determinada, un pequeño conflicto, una escena cotidiana, una posición a tomar que requiere de nuestra determinación clara e inmediata y nosotros ahí, echando mano a cuanto tenemos alrededor para tomar la opción que creemos más conveniente. Y entonces… un abanico de posibilidades en góndola.
¿Razón o intuición? ¿Sensatez o sentimientos? ¿Quiénes serán los aliados perfectos para ayudarnos a transitar tremendo intríngulis? ¿A quién prestaremos real atención?
Sin embargo, hay algo más profundo aun, más obvio pero no siempre a la vista… ¿Qué es lo que verdaderamente nos alienta a tomar tal o cual sendero? ¿Cuál es el combustible real que motoriza esa iniciativa?
Hemos leído o escuchado mil veces el relato de Ulises a su regreso de Troya. El pedido, casi desesperado, a sus marineros para que le taparan los oídos y lo ataran al mástil del barco impidiéndole así sucumbir al canto de las sirenas.
El tema es, queridas Mal Aprendidas… ¿Somos conscientes de nuestros propios pensamientos, de nuestras propias trampas, en definitiva, de nuestros propios cantos de sirenas?
Y, así las cosas: ¿hasta dónde somos capaces de evitar el naufragio “atándonos al mástil”?
Esas melodías fascinantes suelen llegar disfrazadas, engalanadas y hasta casi doctoradas en alguna facultad de pacotilla. Sin embargo, todas, sin excepción, están alimentadas y azuzadas por estímulos, propios o externos, nuestros o ajenos.
Y acá, justo acá, es donde deberíamos mantenernos más alertas.
Como sabemos las posibilidades son enormes, infinitas si consideramos aleaciones y alianzas entre ellos. Emociones y sentimientos aparecen con no demasiada claridad y nos colocan en el centro de un vendaval. Miedo, envidia, amor, inseguridad, rencor, ambición, esperanza, empatía, compasión, celos… ¡Puf!
¿Quién puede ayudarnos a despejar tremendo embrollo? ¿Cómo lograr discriminar claramente los acordes de la música que resuena en nuestras aturdidas cabecitas?
Muchas, muchísimas, veces más de las que debiéramos, si pretendemos tomar las decisiones correctas, nos dejamos guiar por esos falaces sonetos. Nos alimentamos de miedos, rencores o envidias que no hacen otra cosa más que engordar descaradamente nuestro ego o nos enceguecemos y caemos rendidos frente a amores, compasiones o esperanzas sin sentido o sustento alguno.
Y ahí estamos ameas, enredadas, moviéndonos cual autómatas, dominadas, embobadas y a punto de arrojarnos al mar.
Ahí estamos tomando decisiones, más o menos importantes, con mayor o menor alcance para nuestras vidas (y a veces para las de los demás) guiadas casi exclusivamente por los cantos de sirenas. Por esos sentimientos y emociones que no pudimos, supimos o quisimos discernir y, eventualmente, controlar.
Y esto, carísima amiga, no es sin consecuencias… nada lo es.
Somos lo que somos por las decisiones que hemos ido tomando y, lo que no es menos en absoluto, por lo que nos animó a tomarlas.
Atentti entonces que, cuanto más despojadas logremos estar de tanto sentir, cuanto menos escuchemos a esas féminas míticas que solo tienen la intención de confundirnos, cuantas más opciones evaluemos y, sobretodo, cuanto menos miedo tengamos, más honestas y, por qué no, más justas serán nuestras decisiones.
Hagamos el intento de no sucumbir ante las primeras emociones o sentimientos que nos atropellen. Mantengámonos aferradas a nuestras convicciones primeras, aquellas que, por qué no, nos fueron dadas en nuestra más tierna infancia. Esas que, como genialmente expresa el Nano, nos fueron transmitidas con la leche templada, en cada canción.
Porque esas, a veces, muchas, suelen ser las más genuinas, las más puras y descontaminadas de tanta adultez mal entendida, de tanta hipocresía y de tanto ego confundido.