Vale mentir


Por Lucila Cordoneda

Prefiero la verdad, sin más.


Obstinada, con convicción, con desesperación vital, rayana a la obsesión.


Prefiero saber, enterarme, aunque todo estalle. Aunque un aliento helado me entumezca el alma, aunque vea derramados sueños y proyectos.


Prefiero el dolor, el desgarro de la entraña, la asfixia. El corazón desbocado y la angustia que arrastra a la agonía, al precipicio. El llanto infante, la locura, la agonía, casi muerte…


Sin embargo, a veces y a pesar de todo, elijo salvarme, elijo acunarme, abrazarme. Retorno al regazo, a aquel vientre tibio y me aferro al engaño e intento dormirme en la cuna infame del silencio.


Amores fallidos, engaños canallas, conductas rastreras que, aunque sucediendo muy cerca a veces, nos pasan desapercibidas.


¿Será que no las advertimos realmente o que preferimos ahogarnos en las mieles del engaño dulce y somnoliento?


Nos negamos a racionalizar, aún ante argumentos o evidencias tan rotundas como obvias, aquello que por una u otra razón desbarataría todo un sistema de autoengaño minuciosamente construido y protegido.


Invertimos la realidad intentando ajustarla a nuestras expectativas o deseos.


Nos vemos tentados una y otra vez de echar mano a cualquier recurso creativo que nos ayude a eludir la costosa tarea de transformar la realidad y optamos por transfigurarla.


Autoengaño, negación, evasión, mentira piadosa.


Parece que todo vale a la hora de desoír a esa vocecita infatigable que intenta, fallida, decirnos algo.


Cerramos puertas y ventanas, clausuramos oídos y conciencias, franqueamos el avance demoledor de cualquier pensamiento que pueda hacer tambalear lo seguro.


Intentamos esconder bajo la alfombra lo que nos incomoda.
Nos acorazamos tras un escudo de durabilidad dudosa y caduca que, a la larga, pesa más de lo que cuida.


Del otro lado, angustia, impotencia, recaída, verdad.
¿Vale la pena tanta sobredosis de realidad?


¿Es necesario tanto cachetazo para despabilarte, tanto despertar y hacerse cargo?


Creo no tener la respuesta, ustedes dirán.


Sí puedo decir, sin ruborizarme, que a veces, a pesar de todo y hasta en homenaje a la propia verdad, prefiero salvarme. Prefiero mantenerme ausente y cobijarme en el instante hostil y absurdo en el que el sinsentido se apodera de la razón, en el que no existen reglas, en el que todo está permitido, con el único fin de lo pasajero.


Creemos en lo que deseamos, por tanto el autoengaño suele ser el motor que nos empuja.


Algo así como “parecer para ser”.


Parecer “no darnos cuenta”, parecer ingenuos, parecer ignorantes o ignorados, parecer insensibles y desapegados, desentendernos del ahora.
Para ser fuertes, para no doblegarnos, para protegernos, para duelar, para amar, para no sufrir, para que en su dulce y descabellada impronta, esa sencilla utopía, nos salve…


Esa puesta en escena inconsciente, o no, se viste de centinela y despliega su poder ahuyentando uno a uno los fantasmas que osan sacarnos del estado de fascinación y protección en el que nos hemos sumergido.
Somos porque creemos. Paradójicamente, avanzamos porque nos anclamos a una no verdad que sometiendo, libera.

“¿Qué para qué sirve? Pues para comprender cómo suceden las cosas. ¿Te parece poco? Para intentar formular reglas que alivien la insoportable angustia de nuestra existencia en esta miserable brizna de la inabarcable inmensidad del universo que es el mundo”.

Almudena Grandes. Las edades de Lulú.
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